Un Escape para el Placer.
Este viaje de vacaciones con Marcos, mi amante, y Daniel, mi esposo cornudo, es mi paraíso personal. Marcos, con su cuerpo firme y esa mirada que me incendia, me tiene atrapada desde que subimos al avión. Lo besé en el pasillo, mi lengua enredada en la suya, mientras Daniel arrastraba nuestras maletas con la cabeza gacha. “Apúrate, cornudo, no queremos llegar tarde por tu culpa”, le dije, riendo, mientras Marcos me apretaba el culo con esa posesión que me moja al instante. Este viaje no es para los tres; es para mí y para Marcos, con Daniel como nuestro sirviente orbitando a nuestro alrededor.
Sostén nuestras copas.
En la piscina del hotel, el sol brilla sobre el cuerpo desnudo de Marcos mientras nada con esa fuerza animal que me enloquece. Yo, en mi bikini rojo, me recuesto en una asoleadora, mis piernas abiertas para que él las vea al salir del agua. “Tráenos unas bebidas, Daniel”, ordeno sin mirarlo, mientras Marcos se acerca, chorreando, y me besa con hambre, sus manos deslizándose bajo mi bikini. El cornudo regresa con dos cócteles, yo le digo: “Sostenlos ahí, no queremos que se calienten mientras Marcos me toca”. Mi amante me mete un dedo, lento, y gimo fuerte, dejando que todos en la piscina sepan que Daniel no es hombre suficiente para mí.
El plato sabe a humillación
Esa noche, en un restaurante de lujo, me siento entre Marcos y Daniel, pero mi cuerpo está pegado al de mi amante. Llevo un vestido negro ajustado, Marcos desliza su mano por mi muslo bajo la mesa, sus dedos rozando mi sexo mientras el mesero nos describe el menú. “Pide por nosotros, cornudo”, le digo a Daniel, mi voz cortante, mientras me giro para besar a Marcos, mi lengua bailando con la suya frente a todos. El cornudo balbucea algo al mesero, y yo me río, gimiendo bajito cuando Marcos me aprieta más fuerte. “¿Ves cómo me cuida, Daniel? Tú solo sirves para traer el pan”, susurro, y Marcos suelta esa risa profunda que me empapa.
Baile al ritmo del desprecio
En la discoteca, la música retumba, Marcos me lleva a la pista. Bailamos pegados, su polla dura rozándome mientras sus manos recorren mi cuerpo sin pudor. Daniel está en una esquina, sosteniendo nuestras chaquetas como el perdedor que es. “Míralo, Marcos, parece un perro esperando sobras”, le digo al oído, y él me gira, apretándome contra su pecho, besándome con una intensidad que me hace temblar. Le grito a Daniel por encima de la música: “¡Ve por más tragos, cornudo, y no te atrevas a mirarme mientras Marcos me hace suya aquí!”. Mi amante me muerde el cuello, y yo me pierdo en él, sabiendo que el cornudo solo puede mirar y sufrir.
Desnudos y un hombre roto.
Al día siguiente, en una playa nudista, Marcos camina desnudo a mi lado, su cuerpo perfecto brillando bajo el sol. Yo dejo caer mi pareo, y él me abraza por detrás, su erección presionando mi culo mientras el viento nos acaricia. Daniel, con su cuerpo flácido y su dispositivo de castidad, nos sigue cargando las toallas. “Extiende una para nosotros, cornudo, y quédate de pie vigilando”, ordeno, mientras Marcos me tumba en la arena y me abre las piernas. Me folla ahí, lento y profundo, mis gemidos mezclándose con el sonido del mar, le digo a Daniel: “Mira cómo me llena, algo que tú nunca harás”. Sus ojos se nublan, pero no se mueve, yo me corro más fuerte, amando la humillación que lo destroza.
Nuestra obra maestra.
De vuelta en la suite, dejo que Daniel mire por última vez. Marcos me desnuda con calma, sus dientes marcando mi piel, sus manos abriéndome como si fuera suya por derecho. “Siéntate ahí, cornudo, y aprende cómo se coge a una mujer”, le digo, mi voz ronca, mientras Marcos me embiste con esa fuerza brutal que me hace gritar. Daniel, en su silla, suda y tiembla, atrapado en su castidad, mientras yo me entrego a mi amante. “¿Ves cómo me hace feliz, Daniel? Tú solo sirves para limpiar después”, jadeo, cuando Marcos se corre dentro de mí, me río, mirando al cornudo roto a mis pies. Este viaje es mío, de Marcos, y Daniel solo es el eco de nuestro placer.
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