Soy Andrea, y desde que Marcos irrumpió en mi vida, todo lo que conocía se hizo cenizas húmedas bajo su fuego. No estaba buscando un salvador, pero ahí estaba él: alto, duro, con esa mirada cínica que me desnudaba sin pedir permiso. La primera vez que lo tuve, en nuestra propia sala, con sus manos grandes arrancándome la ropa, supe que Daniel, mi esposo, nunca volvería a tocarme. Lo besé con hambre, mi lengua enredada en la suya, mientras Daniel entraba con una bandeja de copas temblando. “Sírvenos, cornudo”, le dije riendo mientras Marcos me apretaba contra él, sus dedos clavándose en mi cintura, mi sexo ya empapado por alguien que sí sabía usarlo.
Cuando Marcos se mudó con nosotros, le di todo: mi cuerpo, mi cama, mi alma. La habitación principal, esa que Daniel juró que era “nuestra”, ahora huele a sudor y a sexo, a Marcos follándome hasta que grito. Daniel duerme en el cuartucho de invitados, un rincón miserable donde lo imagino lloriqueando, apretándose las manos como el débil que es. Me despierto cada mañana con Marcos entre mis piernas, su lengua trazando caminos que Daniel ni soñó, salgo a desayunar, el cornudo sirviéndome jugo de naranja, “¿Te gusta verme feliz, verdad?”, le digo con una sonrisa cruel, mientras paso mis uñas por el pecho de Marcos, mi hombre, mi dios en carne viva.
Daniel es un hombre roto que nunca me hizo arder. Lo veo fregando los platos, con esa cara de mártir, mientras Marcos me hace suya contra el sofá, mis gemidos rebotando en las paredes. “Limpia bien”, le grito, mi voz entrecortada por el placer, y Marcos se ríe, esa risa profunda que me moja más, mientras me toma con una fuerza que el cornudo nunca tuvo en sus mejores días. Una vez lo sorprendí mirándonos desde la puerta, sus ojos húmedos, de perdedor, lo miré con cierta curiosidad y cinismo, antes de correrme con Marcos dentro de mí, su calor explotando donde Daniel solo dejó vacío.
Marcos no solo me folla, me posee, y yo lo amo por eso. Camina por la casa como si siempre hubiera sido suya, desnudo, o con esa camiseta que marca cada músculo, dejando su aroma en mis sábanas, mi piel, mi vida. Una mañana, mientras Daniel me servía café con sus manos temblorosas, Marcos me levantó la falda en la cocina, metió sus dedos hundiéndose en mí sin aviso. “Esto es perfecto, ¿no, cornudo?”, dijo, y yo reí, gimiendo, mientras Daniel asentía como si tuviera opción. Lo humillo porque puedo, porque me excita verlo roto, y porque Marcos me da lo que Daniel nunca supo: placer crudo, sucio, real.
Lo amo con una desesperación que me quema. En nuestras salidas, cuando me abraza por detrás, su polla dura contra mi culo, sus brazos encerrándome, siento que soy suya de una forma que Daniel no entendería ni en mil vidas. “Nunca me había sentido tan vivo”, me susurra, y yo me derrito, mi cuerpo abierto para él, mi mente borrando al cornudo que nos orbita de cerca como un sirviente sin alma. Lo beso frente a Daniel sin pudor, mi lengua bailando con la suya, mis manos en su pelo, y le digo al cornudo: “Mira cómo se hace, aunque nunca aprenderás”.
Las noches que dejo a Daniel mirar son mi obra maestra de crueldad. Se sienta en esa silla, con sus manos sudadas, su dispositivo de castidad, mientras Marcos me desnuda lento, sus dientes en mi cuello, sus dedos abriéndome como si fuera su puta personal. “¿Ves cómo me coge, cornudo?”, le digo, mi voz ronca de placer, mientras Marcos me embiste, su ritmo brutal haciéndome gritar. Los ojos de Daniel se nublan, pero no se mueve, es débil, yo me corro más fuerte sabiendo que lo destrozo. Una vez, pasé por el cuarto de invitados, Daniel doblaba ropa, no pude soportar verlo, así que corrí a buscar a Marcos para que me follara.
No siento lástima por Daniel, no la merece. Una noche me preguntó, con esa voz de niño perdido, si estaba bien. “Claro, cornudo, te tenemos para servirnos el café mientras Marcos me parte en dos”, le solté, riendo, antes de dejarlo ahí, llorando como siempre. Marcos me tomó de la mano y me llevó a nuestra cama, su cama, donde me hizo suya con una calma arrogante que me enloquece. “Eres mía”, me dijo, besándome el cuello frente al cornudo que servía el vino, y yo asentí, mi cuerpo temblando por él, mi corazón latiendo solo por él.
Daniel sostiene este mundo con sus manos temblorosas. Marcos duerme tranquilo, su cuerpo pegado al mío, sabiendo que el cornudo no es su competencia, que yo soy suya y que cada humillación lo hace más fuerte. Y yo, cínica y cruel, me río mientras lo amo, mientras lo follo, mientras dejo a Daniel en su rincón, un despojo que solo sirve para limpiar las huellas de mi placer.
0 Comentarios