Así comenzó todo. Cornudo desde el primer día.

Tengo que dedicar unas líneas especiales para contar cómo conocí a Andrea, aunque eso puede esperar. Lo que importa ahora es que aquí estoy, sentado frente al computador, con las manos sudando mientras cumplo mi obsesión de registrar cada uno de sus encuentros. Soy su cornudo, lo llevo tatuado en la piel con una mezcla de placer y humillación que me incendia. Encontrar a alguien como ella, que se deleite tanto con este juego retorcido como yo, es un milagro. 


Aquí estoy otra vez, con los cuernos brillando, sumiso, destrozado y excitado hasta los huesos. Esta es mi vida ideal: mezclar esta vida de cornudo con una relación de pareja. Sin amor, sin ese nudo en el pecho, no funciona igual. Por eso estoy tan enganchado. 

A Andrea la quiero, la respeto, la extraño cada segundo. Tenemos una relación bonita, sin dramas, libre. Andrea llegó a mi vida con su corneador, como si fuera una extensión de ella misma, un regalo envenenado que me lanzó con esa sonrisa cínica que me desarma. Se conocían desde mucho antes de que yo existiera en su mundo. Cuando le confesé mis fantasías, me miró con burla y dijo: “¿De verdad, Daniel? Bueno, si quieres cuernos, Huver es perfecto”. No dudó en proponerlo. 

Huver, es un fotógrafo, atleta, con un cuerpo que me hace sentir pequeño. Ellos se llaman “almas gemelas” en la cama, y no es una exageración. Andrea se derrite por él, lo necesita como al aire, y yo soy el idiota que aplaude desde la grada. Que se conocieran antes solo aviva esta fantasía: tienen una historia escrita en sudor, gemidos y orgasmos. Horas, días, semanas, meses de sexo salvaje, de esos que te arrancan el alma. Y yo, aquí, escribiendo mi derrota.

Llevo años soñando con el mundo del cuckold, leyendo sobre mujeres que se enamoran sexualmente de sus corneadores, sobre esos lazos que los atan mientras el cornudo se retuerce de celos y deseo. Ahora lo vivo, es una tormenta: frustración, envidia y una erección que me traiciona cada vez que pienso en ellos. 

Andrea le sugirió a Huver ser “nuestro” corneador, pero él, con ese ego que me aplasta, dijo que no le interesaba compartir el título. Me dejó en una encrucijada: ¿buscábamos a otro? ¿O la dejaba seguir follando con él sin mí? Como el sumiso que soy, elegí lo segundo. ¿Cómo podía negarle a Andrea ese placer que ella jura que es el mejor de su vida? Esos hilos entre ellos estaban tejidos antes de que yo llegara, y yo no soy nadie para cortarlos. Me rendí, decidí respetar a Huver y abrirle las puertas para que ella se perdiera en él.

Desde entonces, todo ha sido turbulento. Huver me tiene anulado. Hay días en que no puedo concentrarme en mis tareas diarias, imaginándola con él. Nuestros encuentros sexuales se desvanecen: menos veces, menos fuego, menos nada. Andrea está tan enganchada a él que parece que añora su verga. Me lo dice sin filtro, con ese tono cínico que me corta: “Es mi prioridad, Daniel, no seas iluso”. Y yo, le agradezco en mi cabeza por hacerla gemir como yo nunca podré. Me sale del alma soportar el dolor, la humillación, todo por verla así, tan viva, tan suya.

Anoche, mientras yo estaba con unos amigos, Andrea estaba con él en su apartamento. Llegó a casa a las 12:39, se notaba cansada, su cuerpo estaba presente, pero su mente estaba aún allá. Le pregunté ¿Cuántos orgasmos? Tres, me dijo, como si fuera una migaja que me tira para mantenerme vivo. "Fue intenso, como siempre”. Hablaron un rato, me contó, y luego él la abrazó, la llevó a la cama. “Nos besamos como animales, Daniel. Sus manos me apretaban el culo, me arrancó las bragas con los dientes y me lamió hasta que me corrí en su boca. Luego me la metió despacio, pero tan fuerte que casi me parte”. ¿Buen sexo? “Siempre lo es. Me chupó mi vagina hasta que me temblaron las piernas, y cuando me penetró, grité como puta”. Su cinismo me destroza: “¿Estás feliz? Le pedí detalles, y ella, con esa calma cruel, me dijo que él siempre le pide sexo oral porque sabe que ella lo hace como diosa. “Pensar que estabas por ahí, sufriendo, fue suficiente para volverme loca. Es intenso, Daniel, mucho más que contigo”.

Hoy es otro día, mientras yo escribo estas líneas, podrían estar follando otra vez. Andrea está obsesionada con él, con su cuerpo, con su manera de tocarla. Me lo describe con un brillo en los ojos que me mata: “Me tiemblan las piernas cuando me lame, Daniel. Su polla es tan gruesa que me llena hasta el fondo, y yo gimo como nunca. No hay nada igual”. Lo adora, lo venera en cada roce, en cada embestida. Dice que sus besos la queman, que sus manos la encienden como un incendio que no puede apagar. 

Esta noche será la primera vez que amanezcamos juntos después de que ella vuelva de estar con él. Me soltó, con esa risa sarcástica, que tal vez me traiga su semen: “Puede que lo tenga en la boca, o en el condón si me acuerdo de guardarlo. ¿Lo quieres, verdad, pequeño cornudo?”.

Esto es el sueño de todo cornudo: una mujer deslumbrante, sexualmente esclava de su corneador, que se entrega a él con una pasión que nunca me dará. Seguiré escribiendo esta bitácora, anotando cada vez que se lo folla, cada vez que vuelve con las piernas temblando y esa mirada de “tú no eres él”. Quiero medir al final el tamaño de mis cuernos, saber hasta puedo llegar.

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